El Camp Nou es un bazar

El Camp Nou ha perdido un poco de su colosal imagen imponente, escenario de partidos imposibles y noches de romperse las manos a aplaudir. El aficionado ha cambiado el aplauso por el runrún plomizo que se deja oír cada vez que el equipo se tambalea. El Camp Nou luce viejo y cansado, exigido durante demasiado tiempo. Un estadio de cartón piedra en el que solo Martin Braithwaite parece ser feliz. El danés es un jugador sin memoria, no conoce Anfield ni Roma, y juega como si le fuera la vida, consciente de estar en un sitio que no esperaba.

El aficionado está completamente aturdido. La crisis institucional es de tal magnitud, que ya el fútbol se ha vuelto extraño, a ratos depresivo. Se empezó cantando a Eder Sarabia, como modo de protesta ante el absurdo debate que se generó entorno a su figura, y se ovacionó un sprint y posterior disparo del alocado Braithwaite. Estos, en marzo de 2020, son los mártires de un equipo que pide a gritos caras nuevas, cansado ya de ver su cuerpo raquítico en el espejo.

La ausencia de Arthur Melo, el mejor centrocampista del Barça esta temporada, se saldó con una nueva titularidad de Rakitic que lentamente va completando su metamorfosis particular hacia un personaje torturado y desquiciado de un cuento de Edgar Allan Poe. Ha sustituido el verbo «jugar» por el verbo «sufrir», y se nota en cada gesto agarrotado del croata que no está cómodo con su entorno. No es el único que parece caer en los infiernos. También un Setién que aterrizó sonriente y ambicioso, prometiendo la luna para, hasta la fecha, terminar señalándola sin moverse. La Real Sociedad, consciente de la ternura de su rival, salió a jugar como lo que es; un equipo alegre, que se divierte, confiado y con muchísima calidad.

El partido se fue dibujando a través de dos caminos muy sencillos: la presión de la Real y la tendencia a acelerar el juego de un FC Barcelona que le teme horrores a tener que enfrentarse a una presión agresiva pese al mensaje de Setién. La paciencia no es amiga, si no una especie de virus que incomoda muchísimo a los jugadores y, sobre todo a una afición con tendencia al silbido cada vez que la pelota va hacia atrás. La Real, con transiciones muy venenosas iba tejiendo el miedo, casi palpable, alrededor de un equipo débil y asustadizo. Hasta Messi parece afectado. El argentino viene fallando lo que antes era como tomarse un mate para él, quizás mostrando un poco de humanidad después de verter toda la crueldad sobre los rivales.

Este Barça es un equipo sin personalidad, y los cambios que introdujo Setién en sus primeros partidos se han ido apagando a efectos prácticos, como apaciguándose ante el irremediable sofoco de ideas y sensaciones que sufre el equipo. Lejos de ser un equipo reconocible, juegan a trompicones, encadenando acciones de brillantez con tramos de descontrol que urgen templanza. Solo Piqué fue Piqué en una noche que desdibujó hasta a los más acostumbrados a la excelencia. El fútbol y su eterna determinación en reventar guiones y partidos.

El descanso, lejos de servir como corrector, no hizo sino aumentar la sensación de hastío. El Barça, el equipo más ciclotímico del mundo, se vio totalmente superado por una Real que encontró en la jerarquía de Odegaard y la agilidad pasmosa de Isaak dos caminos para abrir en canal la endeble estructura culer. El partido fue un correcalles en el que los de Setién se vieron siempre más lentos que su rival, incapaces de poder competir en un partido a campo abierto. En el ida y vuelta eterno, la Real le perdonó la vida a un Barça que, incluso medio muerto sigue pudiendo ganar partidos con cierta soltura. Para ello se tiene a Messi, que sin ser Messi sigue siendo el mejor jugador sobre el césped.

La afición, sin saber ante qué atenerse, terminó aplaudiendo contragolpes, jadeando saques de esquina y celebrando como si fuera un título la decisión del VAR que terminó en el penalti decisivo. La mediocrización del Barça es imparable y solo la figura alargada y sedante de Messi tapa lo inevitable. Si existen diferencias entre Setién y Valverde son en la retórica y el imaginario colectivo, porque en el verde las decisiones siguen una línea continuista. El Camp Nou, en su particular metamorfosis, ha pasado de templo a bazar de los horrores y la decadencia.

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